Y de paso recuerdo a todos aquellos que me están viendo que fumar
es malo.... pero adelgaza.
FILOSOFÍA?
Dan tentaciones de llamar la época
actual de la filosofía, época de sazón del problema
del hombre. Se
tiende hoy a ceñir, bajo
la interpretación antropológica, todo cuanto es y sucede.
Vuelve a tener ancha
resonancia y rumor de hondura el
lema de Protágoras: «El hombre es la medida de todas las cosas,
de las
que son, en cuanto son, y de las
que no son en cuanto no son.» Y nace y se difunde una nueva disciplina
-la antropología filosófica-,
que viene, no ya con la mera pretensión de ser disciplina nueva
de la filosofía,
sino de ser la fundamental. Así,
por hacer una sola cita, dice Scheler: «En cierto sentido todos los
problemas centrales de la filosofía
se dejan reducir a la cuestión de qué sea el hombre, y cuál
sea su
posición metafísica
dentro de la totalidad del ser, del mundo y de Dios.»
El empuje de la nueva disciplina
es tan grande que no hay objeción que baste a pararla o a cortar
sus
ambiciones. Inútil esgrimir
en su contra la acusación de recaída en el subjetivismo o
empirismo de
Protágoras, pues lo que
ella pretende es redescubrir en la fórmula del homo-mensura un sentido
más
profundo del que hasta ahora nos
había dejado entrever una crítica trivializadora. En fin
de cuentas,
puede que el hombre sea la medida
de todo, en cuanto es y no es; pero lo que entonces importa y apremia
es averiguar lo que es esa medida,
lo que sea el hombre.
Y lo que ha de ponernos en camino
para saberlo y lo que constituye la cuestión decisiva, es esto otro:
Si
el hombre es medida de todas las
cosas en cuanto son o no son ¿en qué sentido puedo preguntar
por el
ser del hombre? Porque, aceptando
el supuesto, el ser de cuanto es, el animal, el árbol, o la dura
piedra,
es ya medido por el hombre que
pregunta por ellos. Pero si el hombre preguntara por sí mismo, de
igual
modo que por las cosas que son
o no son; si preguntara por sí mismo como vertebrado o como mamífero,
habría frustrado el sentido
propio de la pregunta por su ser.
Si el hombre «estuviera ahí», de igual modo que la planta o el pájaro, no estaría como medida de ellos.
El hombre, pues, habrá de
preguntar por sí mismo de modo totalmente distinto que por todo
lo demás; y
el problema que ahora se presenta
es el de saber cómo preguntar por el hombre. Es la pregunta misma
por
el hombre la que se hace problemática.
Y esto sí que nos hace temer de antemano que una antropología
no pueda ser de por sí la
ciencia filosófica fundamental. Es problemático el sentido
mismo de la pregunta,
base de la antropología;
para determinarlo habrá, pues, que salir fuera de ella. La cuestión,
entonces, es:
¿Cómo hemos de preguntar por el hombre? Y, por lo pronto: ¿Cómo se ha preguntado por él?
Es opinión común que
la filosofía moderna, desde su comienzo, se orienta hacia el hombre.
Pero hacia el
hombre ¿bajo qué
concepto? Pues hay por lo menos éstos que juegan con excesiva holgura
como
equivalentes: hombre, sujeto, persona,
yo.
Descartes, dudando de todo, se queda
reducido a la pura evidencia del yo; con ello en el creador mismo
de la filosofía moderna,
el sujeto aparece como centro de gravedad de toda filosofía. Ese
sujeto cartesiano
se apoya en algo de que Descartes,
en el fondo, no se desprende al dudar de todo; en el ideal de la ciencia
matemática. Un ideal, como
ha observado Husserl, que Descartes, con daño positivo para su obra,
aceptó
sin crítica previa. En la
certidumbre del conocimiento matemático cree Descartes encontrar
un
fundamento sólido para la
certidumbre del yo.
Pero más grave aún
es que el yo cartesiano resulte ser una res cogitans, una sustancia pensante.
Nos
encontramos con que el nuevo eje
de la filosofía se construye con los conceptos tradicionales. Cosa
de
por sí sospechosa. No es
sólo que esos conceptos se deslizaran sin una fundamentación
nueva, precisa si
se parte de una duda radical; es
que si verdaderamente se había descubierto una realidad filosófica
nueva
y distinta no se entiende que sin
crítica quedara subsumida en conceptos no hechos para ella.
La concepción sustancial
del ego tiene profundo influjo en la filosofía moderna. De ella
proviene el nuevo
uso de la palabra sujeto, la equiparación
kantiana de sujeto a yo. En la filosofía anterior a Kant,
subjectum, -[upojeimenon]- significaba
propiamente el sustrato, lo que está en la base, la sustancia en
su
más amplio sentido. Lo subjetivo
en cada cosa era lo esencial y sustancial de ella, casi lo que hoy
llamaríamos lo objetivo.
Esta identificación de sujeto
y yo que aún se maneja como natural y evidente ha sido serio obstáculo
en la
filosofía moderna para el
entendimiento del yo. Y también para el del hombre.
Y es el caso que ya casi al final de su vida, señala Kant mismo por donde abrir una nueva brecha.
En la «Crítica de la
razón pura» había creído Kant poder resumir
todo el interés de mi razón en estas tres
preguntas:
¿Qué
puedo saber?
¿Qué
debo hacer?
¿Qué
me cabe esperar?
Pero años después
hace una innovación esencial en el planteamiento. Aquellas tres
preguntas importaban
al hombre en cuanto «ciudadano
del mundo», no en cuanto «ser natural». Y en la introducción
a su
lección de «Lógica»
hablando de la filosofía en su significación cosmopolita,
esto es, la que importa al
hombre como ciudadano del mundo,
la filosofía verdadera y auténtica, en una palabra, dice
que todo el
campo de la filosofía se
deja reducir a las siguientes preguntas:
¿Qué
puedo saber?
¿Qué
debo hacer?
¿Qué
me cabe esperar?
¿Qué
es el hombre?
«En el fondo -agrega- cabría
computar las cuatro a la antropología, pues las tres primeras preguntas
se
reconducen a la última.»
Es Heidegger en su libro «Kant
y el problema de la metafísica» quien ha atraído la
atención filosófica
sobre este planteamiento kantiano
y el que lo ha hecho objeto de un análisis magistral. Hélo
aquí en
resumen:
¿Por qué afirma Kant
que esas preguntas se pueden reducir a la cuarta? ¿Qué unidad
tienen para poderlas
reducir a una? ¿Y cómo
ha de preguntar esta una para comprender a las otras tres?
... Estas tres preguntas preguntan respectivamente por un poder, un deber, un caber o ser lícito.
Pero si un poder es problemático,
es que implica un no poder. Si pregunta qué puede, pregunta también
qué no puede; pregunta,
en una palabra, sus posibilidades. Un ser omnipotente no puede hacer semejante
pregunta. Y ese no poder no es
un defecto, sino justamente el estar intacto de defecto y negación.
En la
pregunta ¿qué puedo
saber?, se notifica ya una finitud.
En la pregunta sobre lo que debo
hacer, me encuentro situado entre un si y un no. Un ser a quien importe
un deber, se sabe a sí mismo
en un no haber cumplido aún, desde el cual se pregunta qué
debe. De nuevo
se revela este ser como finito.
Y finalmente, «ser lícito»
supone un conceder o negar al que pregunta. Y todo esperar implica una
privación. Finitud.
Pero la razón no sólo
traiciona su finitud en estas preguntas, sino que pregunta por ella misma.
Se trata de
estar en lo cierto de la finitud,
de saber a qué atenerse respecto a ella. Hace, pues, las otras tres
preguntas
porque es finita y pregunta en
ellas por la finitud, y por eso las tres se reducen a la cuarta: ¿qué
es el
hombre? Se reducen; pero cuando
éste se entiende como ente finito. ¿Es que esta pregunta
entendida así
sigue siendo antropológica?
¡No! Sino conexa con el problema fundamental de la metafísica,
el problema
del ente como ente; condicionada
por la pregunta sobre la metafísica y su íntimo ser.
Sería del mayor interés
pasar de aquí a exponer el pensamiento de Heidegger: la pertenencia
mutua de la
pregunta por el ser y la pregunta
por la finitud del hombre. Sería incluso preciso hacerlo para que
el
desarrollo de este trabajo pudiera
decirse completo; pero hay que asegurar la continuidad de exposición.
Y
la de la filosofía de Heidegger
exige y merece un estudio aparte.
Volvamos al planteamiento de Kant.
¿Será tan evidente
como sostiene Heidegger que las tres preguntas kantianas nos conduzcan
con
necesidad absoluta y por vía
privilegiada a preguntar por un ente finito? ¿Será cierto
que al preguntar qué
puedo, pregunto también
qué no puedo? Es tanto eso como prejuzgar que en parte puedo y en
parte no,
cuando lógicamente lo mismo
puede ser que pueda todo como que no pueda nada. Quiero decir que esa
pregunta formalmente se satisface
con todo rigor lógico tanto con una respuesta que da todo como una
que da parte o que lo niega todo.
Pero, se objetará: ontológicamente
esa pregunta sólo es posible en un ser finito. Tampoco es evidente
que
sea así. ¿Cómo
vamos nosotros a coartar las posibilidades de un ser que definimos como
omnipotente?
Podremos decir que nuestro espíritu
se resiste a compaginar esa pregunta con la omnipotencia de un ser.
Pero difícilmente de esa
resistencia podríamos sacar un conocimiento positivo. ¿Y
si el principio de
contradicción valiera porque
Dios quiere, como ya sostuvo Descartes?
No hay que detenerse en las otras
dos preguntas, aunque sólo fuera porque están condicionadas
por la
primera. Pues lo que pido en ellas
es saber qué debo hacer o me cabe esperar, y penden por tanto del
poder saber de la primera.
Sólo esta conclusión
es lícita: esas tres preguntas se nos aparecen con plenitud de sentido
en cuanto
referidas a un ente finito. Pero,
¿será éste un privilegio de estas tres preguntas?
¿Y si aconteciera así con
toda pregunta? ¿Y si el
preguntar mismo denunciara ya el ente finito?
Dejando ahora esto ¿no hay una anomalía, por lo menos formal, en la enunciación kantiana?
Pues Kant, pregunta:
¿Qué
puedo saber?... Yo.
¿Qué
debo hacer?... Yo.
¿Qué
puedo esperar?... Yo.
¿No deberían desembocar
estas preguntas en la de «qué soy yo»? ¿Por qué
en vez de ello pregunta Kant
«qué es el hombre»?
¿Es que es sin más lo mismo? También pudo parecer
lo mismo ser yo y ser sujeto;
ya se ha visto con qué mal
resultado. ¿No hay aquí, al menos, un problema?
¿Qué sentido tiene la pregunta, qué soy yo?
Preguntar ¿qué soy yo? es, por lo pronto, extrañarse de sí mismo.
Desde muy antiguo se ha visto el
origen de la filosofía en este extraño movimiento del espíritu:
la
extrañeza. Así, Platón
en el Theetetes: «lo que el filósofo hace de veras es sorprenderse
y en ello está el
origen de la filosofía.»
Y Aristóteles, en un pasaje famoso de su metafísica: «La
sorpresa empujó a
filosofar a los primeros pensadores»;
y luego: «lo primero que les extrañó, fueron las dificultades
más
manifiestas, después trataron
de resolver problemas más importantes, como los fenómenos
de la luna, del
sol, de las estrellas, y, finalmente,
la génesis del universo.» (Metf. A. 982, b 12 sgs.)
Descubre aquí Aristóteles un proceso, casi una ley de desarrollo del pensamiento.
La extrañeza de cosas, de fenómenos nos puede dar, en su grado más perfecto, ciencia.
Es la extrañeza que lleva a los hallazgos de Arquímedes o de Newton.
Cabe llegar más allá,
a la extrañeza del universo, del mundo como todo; cabe extrañar
qué cosa el mundo
sea: cosmología, filosofía
ya, en ese lato sentido. Hasta aquí el texto aristotélico.
Pero cabe extrañarse del
mundo, sentirse extraño a él. «Cuando el hombre se
ha colocado fuera de la
naturaleza y ha hecho de ella su
objeto se vuelve en torno estremeciéndose y pregunta: ¿Dónde
estoy yo?
Descubre la posibilidad de la nada
y sigue preguntando: ¿Por qué hay un mundo? ¿Por qué
y cómo existo
yo?» (Scheler).
Y en esta soledad completa en que
el hombre es capaz de sentirse extraño a todo y capaz de preguntar
el
por qué y el cómo
de su existencia, se ha creído descubrir la actitud filosófica
última.
Pero no es así. Al preguntar
cómo y por qué existo yo, se ha pasado como sobre ascuas
y sin saberlo por
la pregunta y actitud filosófica
radical. Al preguntar «cómo y por qué» pregunto
por causas y condiciones;
por algo, entonces, que está
ahí además de mi. Y en mi extrañeza total del mundo
sigo en relación con él.
Pero, en la pregunta: ¿qué
soy yo? estoy originariamente a solas conmigo mismo, y nada más.
Me extraño
de mi, y nada más. Y lo
primario de esta extrañeza de mi no consiste siquiera en preguntar
lo que yo sea
sino que es extrañeza de
que soy; de ser. Es, antes de preguntar nada, antes de inquirir porqués,
la
angustia y sorpresa de ser; indecible,
huidiza. Ni sé si cabe decirla cuando las palabras son de todos.
Sólo
se puede aludir, evocar... quien
sea sabrá entender.
No sé tampoco si para llegar
a esta radical extrañeza fue preciso pasar primero por la de las
cosas y del
mundo, o si eso fue un azar.
No me importa, estando en ella,
de dónde traiga su origen ni en qué medida se la deba a lo
que haya
podido aprender como hombre; porque
no hay más que ella: Mi extrañeza de ser. De la que también
ignoro si puede llamarse actitud
filosófica, porque la filosofía es del mundo y se ha hecho
en él. Pero
cuando vuelvo de ella pienso que
de ahí, si lo hay, habrá de partir para mi algo así
como saber.
De la extrañeza de ser brota
la pregunta: ¿qué soy yo? como un primer clavo ardiendo a
que agarrarse. Es
una pregunta que, en verdad, yo
no puedo hacer a los demás. Si no me la sé hacer a solas,
si no me
atrevo a hacérsela a Quien
lo sabe, tendré que renunciar a ella. Dirigiéndome a los
otros tendré que
preguntar en otros términos
por ejemplo: ¿qué es el hombre? Puesto que lo soy y que los
hombres tienen
yo. Es lo que hizo Kant. Pero por
esencial que sea esta otra pregunta, incluso aunque lo fuera para saber
que soy yo, no es la pregunta por
el yo, ni la suple.
¿Es que se ha hecho alguna
vez en la historia radicalmente, como brotando de la extrañeza de
ser, la
pregunta: qué soy yo?
Se ha hecho. Formalmente, con todo
rigor la hizo San Agustín «¿quid ergo sum Deus meus?
¿quae natura
sum?» -«¿qué
soy yo, Dios mío?, ¿cuál es mi ser?» Y he aquí
la respuesta con eco de tempestades y
actualidad impresionante: «varia,
multimoda vita et inmensa vehementer» (Confesiones lib. X, 17,26).
¿Pero son esas palabras realmente
y en la intención de San Agustín una respuesta? ¿Seré
yo
verdaderamente -o sería
para sí San Agustín-, vida varia, multímoda «et
inmensa vehementer»? O en su
mente pertenecerían esas
palabras al enunciado de la pregunta, como si dijéramos: ¿qué
soy yo en esta
vida, &c.? ¿No expresarán
un extrañarse de la propia vida? ¿No serán esas palabras
en algún modo
descripción de un estado
a esa situación radical del yo que he querido evocar en líneas
anteriores?
En rigor en las palabras de San
Agustín la respuesta está deferida a Dios. ¿No implican
esas palabras a
Dios como «cognitor meus»,
según le llama San Agustín en las mismas confesiones? «Cognoscam
te,
cognitor meus, cognoscam te sicut
et cognitus sum.» (Lib. X, pr.)
Cuando de la angustia de ser brota
la pregunta ¿qué soy yo?, me sé ya ente que no proviene
de propia
decisión; me sé ya,
por mi misma pregunta, finito; aun sin saber todavía que sea yo.
Y hay entonces un
trascender de sí mismo,
un dirigir la pregunta a quien no padezca mi propia limitación.
A la verdad es
duro preguntar por el yo y no fácil
demorarse serenamente en esa pregunta. Se tiende a salirse de ella
irrefrenablemente. Y de todas,
la salida hacia Dios, el preguntar a EL, es la única clara, coherente
y, en
definitiva, practicable. Pero no
deja de ser salir de ella. Antes acaso de haberla discernido suficientemente
de otras al parecer afines; concretamente
de la pregunta por el hombre. En textos anteriores de San
Agustín aparecían
indiferenciados los problemas del yo y del hombre.
Cuando San Agustín pregunta
a Dios no lo hace por un hábito contraído de dirigirse a
EL ni tampoco
como simple expresión y
confesión de su propia fe, sino porque sabe -porque lo ha vivido-,
que el
preguntar por sí mismo conduce
por su propio sentido a trascender de sí. Las confesiones de San
Agustín
están escritas hacia el
año 400. Muchos años llevaba San Agustín buscando
la verdad. Del año 388
aproximadamente es el famoso pasaje:
«Noli foras ire, in te ipsum redi, in interiore homine habitat veritas;
et si tuam naturam mutabilem inveneris
trascende et te ipsum.» (De vera religione C. 39, 72.)
Pocos hombre habrán buceado
tan apasionadamente en su propio ser como San Agustín en busca de
la
verdad. Y cuando San Agustín
cree haberla encontrado, cuando llega a la certidumbre de que la verdad
está en su propio interior
son como un sobresalto las palabras que siguen: «Y si encontrases
que tu
naturaleza es mudable trasciéndete
también a tí mismo.» Pero este trascender ¿cómo
es y a qué
encamina?, pues no quiere sacarme
de mi; vuelto a mi mismo y desde mi, sin ir fuera, he de
trascenderme. ¿Es esto posible?
Las Confesiones y toda la vida de San Agustín nos dicen la posibilidad
y
el sentido de la trascendencia:
ir a Dios. A Dios que es a quien se puede ir -volver si se quiere- sin
salir de
sí.
En estas palabras de San Agustín
hay una expresión desconcertante: «et si tuam naturam mutabilem
inveneris...» «Si encontrarás
mudable tu naturaleza... ¿qué naturaleza? Será mi
naturaleza humana; de
hecho, del hombre está hablando
San Agustín: «in interiore homine habitat veritas»,
nos acaba de decir.
Pero ¿qué podrá
ser una naturaleza mudable? El concepto es lo más audaz que cabe
imaginar. Porque
naturaleza de una cosa es, precisamente,
lo que la constituye de modo permanente. Para Aristóteles es
naturaleza el principio del movimiento,
lo constante, idéntico en lo que aparece cambiando, aquello que
hace que una cosa cambie permaneciendo
sin cambiar. Y en el pensamiento moderno, naturaleza es ley
invariable en las variaciones;
expresión de lo que ocurre siempre de modo igual y necesario.
Hablar de naturaleza mudable parece
una «contradictio in terminis», un concepto imposible. Y, sin
embargo, ese concepto imposible
es quizá la anticipación más fecunda que se ha hecho
para aproximarse
a entender al hombre. Porque la
gran dificultad para entenderle durante siglos, ha sido, precisamente,
el
concepto en vigor de naturaleza
y el empeño de comprender al hombre bajo ese concepto.
En el medio cultural de occidente,
la imagen del hombre se nutre, principalmente, de dos ideas que
conviven desde siglos siglos y
siglos: la idea hebreo-cristiana del hombre como imagen y semejanza de
Dios y como ser caído, y
la idea griega del hombre como animal locuaz, o en su hoy oscurecida versión
latina, como animal rationale.
En el siglo XIX en nuestro mismo
medio cultural, madura otra idea del hombre, la darwinista, que le
considera como cúspide de
la evolución animal. Una visión falsa, de influjo enorme,
pero fatalmente
transitoria.
Y aún podrían agregarse
otras ideas del hombre, más o menos difusas en el ambiente europeo:
el «homo
oeconomicus», por ejemplo,
de hondo surco también, con su baja parcialidad, en la Historia
contemporánea.
Y después de esto encontraríamos
sociedades actuales y grupos históricos en los cuales ninguna de
estas
ideas tiene vigencia ni existencia,
y épocas en que los hombres eran en su ser y en su pensar algo
totalmente distinto de lo que ahora
son. La etnología, los estudios sobre mentalidad de los primitivos,
sobre el animismo, el pensamiento
mágico, la aparición «histórica» de los
principios lógicos, &c., &c., no
dejan lugar a dudas. El panorama
de la historia y de las diversas sociedades humanas es el que lleva a
Scheler, por ejemplo, a decir que
la razón no puede considerarse como naturaleza del hombre; un
enunciado en que hay dos palabras
tan cargadas de sentidos posiblemente diversos que no es ésta
coyuntura de analizarlos.
Más inequívoca es
la otra afirmación a que llega Scheler de que no hay unidad de naturaleza
humana, de
que no hay una naturaleza de la
«especie» humana, afirmación basada siempre en el panorama
histórico-social humano.
¿De dónde esta multiplicidad de naturalezas o esta mutabilidad de la naturaleza humana?
Su razón está en la
estructura histórico-social del hombre. No cabe tratar este tema
en pocas palabras;
ténganse las breves que
siguen por meras indicaciones no formales.
El hombre nace entre hombres de
los que aprende mediante experiencia y lenguaje. Y la acción de
cada
hombre transforma en algún
modo el grupo social, el mundo humano en que se han de encontrar sus
sucesores. Esto es lo que hace
posible la transformabilidad permanente de las sociedades humanas y el
que pueda haber en ellas eso que
llamamos historia.
«La corriente del acontecer
social fluye en incesante marcha mientras que los hombres, los individuos
de
que consta, aparecen y desaparecen
en el escenario de la vida. Y así se encuentra en ella el hombre
individual como elemento que está
en acción recíproca con otros. No es él quien ha hecho
el todo en que
y por el que ha nacido.»
A Dilthey -de quien son estas palabras-,
es a quien el pensamiento contemporáneo debe más saber sobre
la estructura histórico-social.
Obsérvese: «el todo consta de los hombres que lo forman. Y
los que nacen
en él están determinados
por el todo en que son. Pero están en acción recíproca
con los demás elementos.
Y así cada uno que aparece
o desaparece cambia el todo en que es.»
En la misma corriente de pensamiento
de Dilthey está el de Ortega Gasset, con una visión más
radical. No
hay una naturaleza humana. El hombre
no tiene naturaleza sino Historia; habría que definirlo como
«animal histórico».
De cuanto antecede habrá
resultado, al menos, cuán distintas rutas se abren al problema del
yo y al del
hombre.
Dicho se está que en los
mismos temas tratados se silencian cuestiones y dificultades de monta.
Dicho
también que quedan pendientes
otros; así el examen de la llamada filosofía existencial.
Quizá la
bifurcación del problema
hombre y yo nos de un buen ángulo para enfocarla. Todo se andará.
Pero en tanto me importa expresar
una esperanza. Desde el comienzo de la llamada filosofía moderna,
España queda prácticamente
al margen de la especulación filosófica. Demasiado complejo
es el problema
de nuestra historia durante esos
siglos para que queramos improvisar aquí una teoría explicativa
de esa
inhibición. Desde luego,
que llega ya el momento de entenderla. Nuestra Historia la pondrán
en claro
nuestras nuevas generaciones, las
de temple nuevo, porque en ellas vuelve a haber voluntad de Historia.
Yo sólo enuncio aquí
una sospecha esperanzada. Quizá el alma española sea demasiado
profunda para
apasionarse, como con verdades
últimas, con verdades «geométricas». O seudo
geométricas.
Pero al alma española le
importa Dios, y el hombre, y yo. En la nueva sazón de los tiempos,
España
tendrá su verdad que decir.
Alfonso García Valdecasas